¿Milagros económicos?

Fuente: El Universal.

David Ibarra
25 de enero de 2014

Ya han pasado seis años en que la economía estadounidense quedó sumida en una recesión que no termina. Y ya son treinta años en que la economía mexicana arrastra un desarrollo mediocre, estabilizante, acentuado por lo ocurrido recientemente en los países industrializados. El ritmo histórico de desarrollo se ha reducido a la mitad, nos coloca a la cola de los logros latinoamericanos para no envidiar a los países emergentes de Asia Sudoriental.

En México es vieja la creencia en los milagros, aunque los de índole económica sean arduos de convocar. Mientras el país pudo determinar con autonomía sus objetivos medulares, se logró crecer durante casi medio siglo a razón de más de 6% anual. A base de esfuerzos e ideas propias, la población marginada comenzó a reducirse, el empleo en el sector moderno a crecer y la pobreza a contraerse, sin que ello soslaye la persistencia de muchos problemas propios del atraso secular y del autoritarismo político.

Luego el mundo trastocó su ideología económica con el neoliberalismo. De ahí se tomó la idea de que la buena fortuna del pasado podría refrendarse y sobre todo agrandarse sin esfuerzo, simplemente dejando hacer a la libertad económica globalizada y retirando lo más posible al Estado de sus funciones interventoras. Se confió en el milagro de las aperturas, de la afluencia automática, modernizadora, de la inversión o la tecnología del exterior. Bastaba dar rienda suelta a los mercados para alcanzar prosperidad ascendente para todos.

Contra toda esperanza, el milagro no se produjo, los santos patrones nacionales tomaron vacaciones. Como resultado la pobreza quedó ahí, la marginación creció, la desprotección social dejó al descubierto a más y más población. Eso mismo determinó el brutal ascenso de la ocupación informal al 60% de la fuerza de trabajo. La insuficiente demanda laboral y la falta de otros mecanismos protectores, sólo se compensan mal en el lado oscuro del mercado de trabajo o en migración al exterior. Por consiguiente, la población desespera por hacer crecer más a la economía, por multiplicar los trabajos, por abolir corrupción, la inseguridad y la impunidad. Sin embargo, políticas y esfuerzos gubernamentales siguen impertérritos sosteniendo la estabilidad del cuasi-estancamiento, resguardando a medias el tipo de cambio, todo con sacrificio del crecimiento, pero congraciándonos con los poderes fácticos o dominantes.

Los costos de dar la espalda a las demandas sociales, de erosionar la representatividad política al reducir la autonomía nacional, han sido, son, enormes. México debió acortar a la mitad su ritmo histórico de crecimiento, prescindir de las políticas desarrollistas fiscal, financiera e industrial, acotar la política social, singularmente la cobertura de la protección laboral. Al propio tiempo, se debió ceder al extranjero casi por entero el sector financiero y a buena parte de las mejores, más grandes, empresas públicas y privadas. Hoy se quiere hacer lo propio con los hidrocarburos. Se vive un intenso proceso de transformación del empresario nacional antes exitoso en rentista y la de productores en importadores. La apertura externa ciertamente ha hecho crecer ventas y compras; pero el país sigue padeciendo un severo estrangulamiento externo que sólo se alivia reduciendo compras por la vía de comprimir el crecimiento o atrayendo capital golondrino. La multiplicación ad-nauseam de los tratados de libre comercio, deficitarios en mayoría aplastante, sólo han servido para trasladar a otras naciones los saldos positivos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, sin dejar mayor beneficio y sí los costos de la desindustrialización.

Hondos cambios en las estructuras económicas del mundo y en la visión de las potencias, forzaron y fuerzan transformaciones a que ningún país en desarrollo puede escapar. Entonces, más que envolverse en la nostalgia de un pasado mejor e irrepetible habría que hacer la crítica a nuestra apocada capacidad de adaptación a los cambios universales, como lo logran con éxito otros países: Corea, Chile, Taiwán, China, etc. El nuevo gobierno ha planteado un vasto conjunto de reformas internas en espera de que se produzca el milagro de barrer los obstáculos que estorban un desarrollo menos insatisfactorio. La índole de las reformas crea dudas si se encaminan a enmendar la precaria autonomía nacional de decidir nuestro destino, de corregir los rezagos sociales y políticos o, más bien, van a redondear la estrategia entreguista, aún a costa de multiplicar las fracturas internas. Por lo pronto la reforma educativa ha causado trastornos políticos sin cuento y no parece asentarse en términos  incontrovertiblemente positivos. Algo semejante ocurre con la reforma fiscal que, a pesar de ser ligerísima, ha despertado voces opositoras desde los más diversos rincones. En todo caso, esos cambios como los que afectan a la banca de desarrollo y las comunicaciones están a la espera de la legislación secundaria. Hasta aquí podría decirse que el reformismo ha despertado más y más grupos opositores, mientras los defensores suelen ser cúpulas políticas cuestionadas.

La reforma energética parece otra ilusión. La verdadera rémora de Pemex no son el sindicato, el rezago tecnológico, la corrupción o la ordeña de ductos. Todos esos problemas existen, pero el más significativo, el decisivo, es el régimen tributario a que está sometido. Los impuestos y derechos superan a las considerables utilidades petroleras e impiden la modernización de Pemex al empobrecerle. No hay empresa en el mundo que cubra gravámenes por 60% o más de sus ingresos brutos, sin descapitalizarse. La reforma energética, no atiende esa cuestión medular ni se vincula la reforma fiscal también recientemente aprobada.

Las esperanzas están puestas en un milagro que más depende del exterior que de la voluntad propia. Se confía en que la decisión de compartir las utilidades petroleras produzca un alud de inversiones foráneas de magnitud tal que compense no sólo las deficiencias del fisco nacional, sino sea suficiente para poner coto a la informalidad del mercado de trabajo y, a la par, impulsar el mediocre crecimiento nacional.

Aún admitiendo la materialización sexenal de ese incierto escenario, quedan muchas preguntas que apenas develará o dejará sin responder la legislación de letra pequeña:

¿Por qué la premura manifiesta en aprobar una reforma trascendente que debiera de exigir reflexión pausada, que no dejase a la legislación secundaria pendiente cuestiones medulares?, ¿cómo conciliar el hecho de que Pemex contribuya más del 30% de los ingresos federales, no suplidos por la reforma fiscal, con la decisión de otorgarle autonomía presupuestaria y de gestión?, ¿cuál será el nuevo régimen impositivo aplicable a Pemex que compatibilice milagrosamente necesidades tributarias insoslayables con la menguada competitividad fiscal de Pemex y también lo haga con los regímenes impositivos por necesidad benignos a los contratos de participación privada?, ¿en esas condiciones, la deliberada agonía competitiva de Pemex llevará el empobrecimiento de sus cuadros nacionales técnicos y directivos, como ocurrió en el sector financiero?, ¿cómo satisfacer el compromiso de reducir los precios de los energéticos, muchos importados, cuando éstos se fijan o fijarán en los mercados internacionales?, ¿habría
participación obligada de Pemex en los contratos que se celebren con entes privados?, ¿habría preferencias a inversionistas nacionales?, ¿perderá el Congreso jurisdicción para pedir cuentas al conjunto de las actividades petroleras?, ¿en vez de desmocratizar al sindicato, se optará por reducir su presente y futura membresía?, por último, ¿con qué sustituir la gesta petrolera en tanto componente del pacto social de los mexicanos y factor aglutinador de la conciencia y la voluntad ciudadanas?

Con este artículo, acaso obvio, agradezco y digo adiós a los lectores de mi vieja colaboración con EL UNIVERSAL.

www.davidibarra.com.mx
Analista político

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