El país de nadie: ¿Y si México fuera tuyo?
La pregunta ya no es retórica. Es urgente. Porque si seguimos actuando como si México fuera de otros, alguien más lo va a seguir manejando como si fuera suyo.
Hay un fenómeno curioso, casi universal, que muestra cómo los seres humanos valoramos las cosas: cuando algo es nuestro, lo cuidamos más. Muy simple. Podemos ser objetivos en teoría, racionales en el papel, pero basta con que tengamos una taza, una pluma, un automóvil o una idea como nuestra para que valga más en nuestra mente que cualquier equivalente que es de alguien más.

Es lo que los economistas conductuales llaman el Endowment Effect, conocido en español como “efecto dotación” o “efecto posesión”: sobrevaloramos lo que poseemos simplemente porque lo sentimos como propio. Y ¿qué pasa cuando nunca sentimos que algo es nuestro? A lo largo del territorio mexicano –del sur olvidado al norte competitivo, del centro político al Bajío productivo, de costa a costa– hay una sensación persistente y corrosiva de que este país no es verdaderamente de sus ciudadanos. Que hay reglas, estructuras, sistemas y decisiones que se mueven en otra cancha, en otro idioma, con otras prioridades. Un país de cárteles, no sólo criminales, sino económicos que son quienes parecen tener las llaves, propiedad, usufructo y decisiones del país entero.
En ese contexto, es fácil entender muchas de nuestras actitudes. ¿Por qué se tira basura en la calle? ¿Por qué no se respetan los altos? ¿Por qué nos acostumbramos al bache? ¿Por qué se falsifican documentos, se busca la trampa o se normaliza el “no pasa nada”? Porque la calle no es mía, la ciudad no es mía, el país no es mío. Y lo que no es mío, lo uso, lo exploto o, en el mejor de los casos, lo ignoro.
No es una falta de valores. Es una ausencia de pertenencia. Donde hay pertenencia, hay cuidado y consideración. Cuando un ciudadano siente que el parque es suyo, que su calle lo representa, que su voto construye, que su aportación fiscal regresa en servicios visibles, ese ciudadano se comporta distinto, defiende lo que es suyo, corrige lo que no funciona y exige lo que le corresponde. Se involucra, participa y, más importante aún, espera que los demás hagan lo mismo. Porque ya no es un huésped en un sistema “de alguien más”, sino como copropietario de una comunidad que se construye y aspira a mejorar todos los días.
Pero para llegar ahí hace falta algo más que buenos deseos. Vivimos en un país donde el Estado, o quienes lo manejan y representan, y algunos de sus cuates, se han comportado como dueños absolutos de todo; mientras el ciudadano, como un usuario abonado, debe pedir permiso, hacer fila, aguantar, soportar, sufrir, pagar mordida y, eventualmente, resignarse. Las oficinas públicas pocas veces son espacios de servicio y frecuentemente laberintos de papel sellado en original y tres copias. Los servicios básicos son favores condicionados. El orden legal se aplica con selectividad quirúrgica. En ese ambiente, el ciudadano promedio nunca recibe la señal de que esto es suyo. Y por eso actúa con desinterés, con cinismo, con frustración.
Me niego a aceptar que esa conducta sea un defecto cultural y sostengo que es una respuesta perfectamente racional a décadas de exclusión simbólica y real de esos a los que, por ejemplo, les han dicho hasta el cansancio que “el petróleo es de los mexicanos”, pero en realidad es sólo de sindicatos y de quienes lo (mal) manejan sexenio tras sexenio.
Entonces, ¿y si México fuera tuyo? La pregunta ya no es retórica. Es urgente. Porque si seguimos actuando como si México fuera de otros, alguien más lo va a seguir manejando como si fuera suyo. Y no precisamente para bien. Pero si lo hacemos nuestro, si lo sentimos en las manos y en la conciencia, entonces sí cada calle, cada parque, cada regla y cada peso gastado tendrá otro valor. Y, como pasa con cualquier cosa que es nuestra, la cuidaremos y la haremos valer.
Ese cambio no depende sólo del gobierno, pero sí comienza por él, en todos sus niveles y poderes. Las autoridades tienen la responsabilidad ineludible de dejar de actuar como patrones o dueños y comportarse como lo que son: administradores del patrimonio colectivo. Porque sí, México es un país de todos, pero mientras no lo hagamos sentir así, seguirá siendo, en la práctica, el país de nadie.
El reto de fondo no es sólo crecer económicamente o mejorar indicadores macro, todo eso importa, claro. Pero el verdadero punto de quiebre está en lograr que cada mexicano –sin importar ingreso, origen o afiliación– se sienta dueño de su país. Porque cuando eso ocurra, todo lo demás será más fácil: la calle será más limpia, la corrupción más costosa, la política más vigilada, el civismo más activo, las políticas más justas y sensatas y el país, finalmente, más nuestro.
Cuando un municipio limpia una calle antes de que los vecinos lo pidan, el mensaje es: “te reconozco”. Cuando un juez castiga con firmeza una injusticia clara, el mensaje es: “la ley también es tuya”. Cuando el gobierno simplifica trámites, reduce costos y elimina mordidas, el mensaje es: “confiamos en ti”.
Cuando un ciudadano recoge la basura que no tiró, pinta una barda que no ensució o reprende a quien invade un espacio público, actúa como dueño, porque cuando no te sientes dueño de tu país, no te duele igual que te lo roben. No te indigna del mismo modo que lo destruyan y mal manejen. No te motiva lo suficiente para defenderlo. Es como ver que alguien destruye una casa ajena: molesta, claro, pero no tanto como si fuera la tuya.
José De Nigris Felán
@josedenigris
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