Rupturas en las políticas económicas: el caso norteamericano

Fuente: El Universal.

David Ibarra.
28 de diciembre de 2013.

Como señalé en otro artículo (30 de noviembre), la macroeconomía asentada en las tesis sean neoclásicas o keynesianas, pierden vigencia en un doble sentido. De un lado, en las primeras, sigue predominando la noción del equilibrio, la idea de que los mercados tienen capacidad de corregir sus desviaciones y volver por sí mismos a la normalidad. Al parecer las repetidas crisis económicas —desde la de “los tulipanes” del siglo XVII— hasta la más reciente de 2007-2008, no han bastado para probar que los sistemas económicos funcionan casi siempre fuera de equilibrio y que las crisis exigen de la intervención estatal. O bien lo poco que se ha aprendido de los 150 años de investigación sobre los ciclos económicos. En todo caso, los costos de las fallas de mercado en sacrificios humanos, capitales destruidos y tiempo perdido, en ocasiones suelen ser enormes.

De otra parte, la noción de que el crecimiento exige de la inversión en tanto fuente armonizadora de la oferta con la demanda se elude al menos en el corto y mediano plazos. En efecto, la globalización de mercados junto al ascenso desmesurado del crédito han desplazado a la inversión como el factor impulsor del crecimiento, principalmente en Estados Unidos y en otros países industrializados. El creditismo no hace obsoleto a Keynes ni a otras doctrinas económicas bien acreditadas en la tarea de conciliar oferta y demanda como condición del crecimiento sostenido; pero es exitoso al ofrecer soluciones transitorias que a la par de evadir tensiones sociales, dejan incólumes a los intereses dominantes.

Así, las estrategias económicas vigentes pueden dividirse en dos grandes modelos, haciendo naturalmente abstracción de casos intermedios. Aquellos donde el desarrollo sigue siendo impulsado por la inversión y las capacidades propias de ahorro (China y Alemania), complementados por exportaciones; y otros donde el endeudamiento de familias o gobiernos ha venido sustituyendo al impulso primario de la formación de capital (Estados Unidos, Italia, España), complementado con importaciones. Recuérdese aquí que el consumo suele tener un peso enorme en el gasto de las economías (entre 60% y 70%, mucho mayor al de la inversión), por tanto, sus efectos directos son altamente eficaces en el corto término. En el caso de Estados Unidos: entre 1981 y 2007 el crédito creció casi a razón de 6% anual y la economía a algo más de 3%. El estímulo crediticio sirvió para impulsar la demanda aunque la oferta debiera de completarse con abastos importados. Entre tanto, la inversión se mantuvo baja y fluctuante entre 15% y 18% del producto, mientras el ahorro nacional decrecía enormemente.

La administración de Reagan inició el alza de la deuda pública (190%) al bajar impuestos y acrecentar el gasto militar. Después, con el presidente Clinton, el impulso provino de la explosión de la deuda privada, principalmente inmobiliaria. Sea como sea, el impulso financiero a la demanda alcanzó cuantía decisiva: hacia 2010 el endeudamiento de las familias, ascendía a 92% del producto norteamericano, la del sector financiero a 98%, la del sector corporativo a 51% y la de los gobiernos federal y estatal a 83%, con un total superior a 300%.

Más aun, en respuesta a la crisis, se ha procurado sostener a toda costa el mercado del crédito, pero poco se ha hecho para acrecentar el empleo. Así, la deuda pública se elevó en 4.5 millones de millones de dólares entre mediados de 2005 y 2011. A tal fin, la Reserva Federal hizo crecer sus activos (créditos) más de tres veces (de 900 miles de millones a 3 millones de millones de dólares) entre 2008 y 2011. De ese modo se apuntaló al sector financiero, se evitó el desplome de los mercados accionarios y, sobre todo, el desplome de la demanda agregada. Al propio tiempo, siendo el dólar el principal activo de reserva, los Estados Unidos resultaron favorecidos por un endeudamiento exterior casi automático, mientras buena parte de su inversión corporativa se desviaba al exterior para aprovechar la mano de obra y los costos baratos de producción de otros países.

El modelo de crecimiento sobre la base de la deuda ofreció ventajas singularmente de orden político. El financiamiento de la balanza de pagos deficitaria quedó a cargo de los bancos centrales del resto del mundo que aportaron alrededor de 15% del crédito total usado en la economía norteamericana. En lo interno, el crédito atenuó tensiones distributivas del ingreso o del poder, a la par de sostener altos los beneficios del sector
financiero. Las burbujas de la bolsa, de las comunicaciones o del sector inmobiliario crearon la sensación de enriquecimiento de las familias que luego
les sirvió de garantía para tomar mayores préstamos. Mientras tanto, la concentración del ingreso prosiguió sin despertar resistencias. El 10% de la
población más rica absorbe casi 50% del producto y 1% de los más afortunados se llevan 21% del mismo producto, mientras los salarios se estancan o crecen poquísimo en los últimos 30 años. Visto el mismo problema del lado de la producción, el país se desindustrializa, se le vea desde la dependencia de las importaciones o la baja contribución de las manufacturas al valor agregado, ampliamente superada por la de un sector financiero que absorbió en 2008 40% de las utilidades del segmento corporativo de empresas.

Al estallar la crisis —cuando el crédito no puede expandirse más—, el gobierno optó por proteger al sector financiero y evitar el derrumbe del mercado de la deuda, aun a costa de transformar la deuda privada en endeudamiento público, socializando las pérdidas empresariales. En los hechos, la política
macroeconómica sirvió más para favorecer el consumismo o el endeudamiento gubernamental que para fomentar el empleo. Expresión clara de esas inclinaciones se encuentra en las decisiones de reducir impuestos en vez de incrementar el gasto público o en la renuencia a regular las burbujas especulativas de los activos.

Ese conjunto de circunstancias, plantea obstáculos a la recuperación norteamericana por la vía de la continuada expansión crediticia. La explosión de
la burbuja inmobiliaria y el alto grado de endeudamiento alcanzado por las familias hacen poco probable la asimilación de otra oleada de préstamos. El
sector corporativo tampoco necesita más créditos ante la situación recesiva imperante, agravada por su excesiva liquidez y la sobrecapacidad productiva del mundo. A su vez, el sector financiero debe absorber capitales y liquidez —por razones regulatorias o precautorias— y acotar riesgos limitando su oferta de crédito. Prácticamente, entonces, sólo el gobierno conserva la capacidad de alimentar la demanda a través del gasto con endeudamiento. Pero aquí se tropieza con dos obstáculos. Uno de orden ideológico expresado en temor a los déficit públicos y a su capacidad real o supuesta de inducir presiones inflacionarias. El otro residiría en la difícil tarea de reorientar las políticas públicas en el sentido menos monetarista, siguiendo más a Veblen, a Fisher y a Keynes. Acaso la mejor alternativa del gobierno estadounidense sería la de endeudarse con fines
de inversión, de mejora del bienestar social y de protección ecológica que poco a poco restablezcan con rapidez la capacidad nacional de ensanchar al mercado de trabajo.

Aparte de obstáculos ideológicos o de intereses creados, ese cambio de orientación estratégica tendría repercusiones internacionales de primer orden.
Estados Unidos difícilmente podría seguir siendo el importador de última instancia del mundo y el principal promotor de la prosperidad de otras naciones. Al propio tiempo, el financiamiento externo de la inversión y el comercio internacionales poco a poco dejarían de ser el núcleo medular del poder financiero que lo ha hecho predominar sobre el resto de las actividades económicas del primer mundo.

Analista político . Ex Secretario de Hacienda.

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